El psicoanalista Oscar De Cristófaris asegura que “No hay que pensar el odio como si fuera la contracara del amor y que cada pareja deberá lidiar con esos dos sentimientos fundamentales y encontrar los modos y tiempos para poder vehiculizarlos
“Conocer bien a alguien equivale a haberle amado y odiado, sucesivamente. Amar y odiar equivale a experimentar con pasión el ser de un ser”
J. D. Nasio
Tanto el amor como el odio son sentimientos muy primitivos, muy básicos en la constitución del psiquismo y, por esa misma razón, pueden ser altamente contaminados por diferentes circunstancias por la que transcurre la vida de un individuo, y que no siempre provienen de la pareja de turno. Pero en esta oportunidad me referiré a algunas de las formas en que este sentimiento suele desplegarse en la vida amorosa de las parejas.
A primera vista, tanto el amor como el odio son dos sentimientos fundamentales que hasta podríamos llamarlos complementarios.
Cada pareja deberá lidiar con esos dos sentimientos tan básicos (además de otros…) y encontrar los modos y tiempos para poder vehiculizarlos. Hay culturalmente dispositivos simbólicos que prescriben y prohíben las maneras de expresión de dichos sentimientos. En ese sentido, les da un marco de contención, y el odio, por ejemplo, puede llegar a quedar despojado de su contenido destructivo. (No es lo mismo cortar una comunicación telefónica en una discusión, que golpear al otro, o insultarlo.)

En la clínica con parejas se comprueba constantemente la aparición del odio hacia el otro, que puede provenir de diferentes circunstancias: celos, desaprobaciones reiteradas, ataque a la autoestima del partenaire, sentimientos de sentirse dominado y/o controlado por el otro, etc.
Uno de los tantos males del “amor romántico”, que prevalece aun en gran parte del mundo, es hacer creer a las parejas que se puede convivir en un constante o casi permanente clima de armonía, donde fluya la corriente amorosa de manera ininterrumpida, creando, de esa manera, una expectativa falsa que luego se traduce en frustración y malestar al no poder cumplir con ese ideal. Lo corriente es que se llega a sentir no sólo odio sino también dolor.
Hasta podríamos llegar a afirmar la necesidad de un “odio funcional” en las parejas. Es que, a través de él, sin que los participantes sean muy conscientes de ello, logran diferenciarse, adquieren autonomía. Este odio funcional es también el encargado de producir, de tanto en tanto, distanciamientos, que suelen ser muy necesarios y beneficiosos para la supervivencia vincular. Las parejas denominadas “simbióticas” sufren, precisamente, si perciben ese distanciamiento, y es por ello que podemos señalar un empobrecimiento vincular.
El odio tal vez está más cerca del deseo que el amor. Cuando se desea y el objeto de deseo se rehúsa, sobreviene el odio. Pero también la distancia que genera el odio con el objeto amado favorece la emergencia del deseo. Parece paradojal, pero es necesario muchas veces, que se produzca ese intervalo, esa “hiancia”. Del desencuentro al encuentro hay un resurgimiento del deseo. Por eso muchas parejas incrementan más su deseo en la reconciliación de una pelea cotidiana. Otras, usan la pelea como mecanismo constante para luego producir buenos encuentros sexuales.